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Beatriz Sarlo, la herencia y los hombres: lo que dejó escrito en sus memorias

Está en disputa un departamento de la ensayista, que reclama el encargado del edificio frente al hombre que es su marido legal. ¿Qué decía ella?

Beatriz Sarlo, la herencia y los hombres: lo que dejó escrito en sus memoriasCrédito: Infobae

"No hay tiempo para que el pasado ensucie el presente o enturbie el presente", escribía Beatriz Sarlo al final de esas memorias que tituló, como una consigna, No entender. Donde explicaba que "no entender" fue una forma, su forma, de acercarse al conocimiento profundo, de tratar de entender. "El pasado como mancha: alejarse de él, llegar al punto de no retorno. La muerte", escribía, en ese libro que entregó en abril de 2024, apenas unos meses antes de morir, en diciembre.

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No hay tiempo para que el pasado enturbie el presente pero ¿el presente puede enturbiar el pasado? El nombre de Sarlo ahora recorre volvió a sonar pero no por sus ensayos, no por una declaración política. Se habla de Beatriz Sarlo porque dos meses después de su partida Alberto Meza, el encargado del edificio donde ella vivía se presentó a la justicia con una esquela que llevaba la firma "Beatriz Sarlo" y que decía que él quedaba a cargo del departamento... y de la gata. Un testamento ológrafo, hecho a mano, sostuvieron sus abogados. Un juez le dio lugar y excluyó del reclamo de la herencia a Alberto Sato, el hombre con quien Sarlo se había casado en los 70 y de quien se había separado en los 70. Pero que, como nunca se habían divorciado, sigue siendo legalmente su esposo. Otro juzgado, días después, rehabilito a Sato.

En el expediente se incluyeron documentos íntimos, como las dedicatorias de Sarlo a quien fue su pareja los últimos 40 años, el cineasta Rafael Filippelli. Y también un libro que la ensayista le había firmado a Alberto Meza.

"No hay tiempo para que el pasado ensucie el presente", decía Sarlo, tras esa recorrida por su vida y sus pensamientos que es No entender. Pero ¿cómo entendía ella la herencia? ¿Qué pensaba de esos hombres que la habían acompañado? Aquí, algunos textuales de Beatriz Sarlo.

Un legado a superar

Yo "me hacía la moderna" y ellos querían detener ese impulso o esa pretensión (...) Lo importante de la frase era la primera parte: "no te hagas". Ergo, no quieras aparentar lo que no sos, no actúes porque no estás en el teatro. No finjas. La fuerza de la negación caía sobre "hacerse", como si ese propósito fuera siempre una mentira.

Mis mayores señalaban una cierta tendencia al fingimiento y pasaban por alto el esfuerzo de "hacerse", es decir, el proceso de autoconstrucción al que me entregué desde muy temprano, presa del objetivo que me había sido asignado, aunque creyera que lo había elegido libremente. Las marcas sociales, que más tarde me ocupé de investigar, eran indelebles. Mi abuelo había sido inmigrante; sus hijas habían sido maestras; para no dilapidar la herencia, yo tenía que llegar más lejos.

El acceso a lo mejor

El buen gusto resulta de un largo y terco trabajo, incluso para los nacidos dentro de alguna élite. Necesita un camino seguido por elección o por herencia.

Un punto de partida

El gusto literario es una trama de capacidades innatas y adquiridas. No es muy diferente del gusto para vestir o catar vinos. En mi caso, las capacidades innatas tuvieron mucho más que ver con la voluntad que con la herencia recibida. Sin saberlo, me impartía una orden imposible: debo tener buen gusto. Como si dijera: tengo que ser rubia y alta.

Un recorrido

A los 17 años fue un pintor; a los 23, un estudiante de Arquitectura, conocedor de los diseños industriales, que había trabajado en fábricas como técnico; a los 30, un marxista ya encaminado hacia el análisis político y el examen crítico de la teoría que lo había formado de más joven; a los 40, un director de cine, experto en jazz. Mis amistades y también las relaciones menos duraderas tuvieron ese signo especializado: un gran diseñador gráfico, urbanistas y arquitectos, un músico, una especialista en cultura latinoamericana.

Más que un recuerdo de diferentes pasados, la enumeración parece un programa de posgrado en lo que hoy se conoce como estudios culturales.

Dar y recibir

Nunca competí con esos hombres y los ayudé cuanto pude. Una vez hechas las cuentas, recibí a cambio más de lo que di. Me interesaba en esos hombres interesadamente. Creía ser conducida por la pasión o el sentimiento, aunque primero estaba una deliberación igualmente apasionada. Me enamoraba de un oficio o de un saber de los que carecía y de lo que podía recibir del hombre que, en cada momento, era el elegido. En ese sentido, cada uno de ellos fue padre y maestro, aunque, a veces, yo pareciera ser más fuerte o estar mejor preparada para la lucha por la vida. Cada uno de esos hombres me dio lo que yo estaba buscando, aun sin saber que buscaba algo más que la relación pasional. De verdad, al principio no lo sabía. Con el tiempo, fui percibiendo que mi enamoramiento tenía siempre ese secreto, más allá del cuerpo, más allá de los sentidos y de la sensibilidad. Y, extinguida la pasión, una relación se prolongaba porque ese secreto la transformaba en amistad.

Alberto Sato, el marido

Un tablero que conocí bien de cerca fue el de Alberto Sato, estudiante de Arquitectura con quien conviví algunos años. (...) Alberto no era buen dibujante. No tenía esa soltura de mano ni esa facilidad innata que se les atribuye a los estudiantes de Arquitectura; pero, desde muy joven, tenía una cabeza razonadora y una imaginación proyectual aventurera y vanguardista, combinadas con un sentido de racionalidad y funcionalidad adquirido en la escuela técnica. A esto se sumaban sus años de trabajo en las fábricas, previos a su vida de estudiante en la Facultad de Arquitectura de la Universidad de La Plata.

(...) Incluso desde la cama se podía ver lo que sucedía sobre el tablero, como si el observador hiciera un curso a media distancia. (...) Juntos, mirábamos libros donde había fotos de edificios que cumplían objetivos similares, obras de grandes arquitectos de quienes siempre se podía copiar algo.

Rafael Filippelli, el último gran amor

Rafael Filippelli me regaló el cine y el jazz, dos artes del siglo XX.

Trabajar en Chicago esas semanas fue una casualidad feliz. También lo fue que, durante una escala en Nueva York de mi vuelo de regreso a Buenos Aires, una noche haya visto a Jason Moran entrar y caminar hasta el piano en el Village Vanguard, cuya historia lo vuelve inevitable. Si uno tiene una sola noche en Manhattan, la fidelidad obliga a ir al Vanguard. Aprendí esto, como tantas otras notas musicales, de Rafael Filippelli.

La palabra "nunca", referida al futuro, vuelve melancólica cada partida. Nunca más me sacaría las botas en los escalones de la entrada, nunca más abriría la puerta con la anticipada felicidad de recibir un golpe de calor. Sé que nunca más voy a regresar a aquella casa entre la nieve, que nunca más caminaré, sintiendo con placer el primer viento helado en la cara, hasta la esquina por donde pasaba el ómnibus, y que tampoco leeré de nuevo el diario en ese interior calefaccionado que fue tan familiar, tan ilusoriamente mío como el colectivo que cuatro décadas atrás me llevaba a la escuela en Buenos Aires. (...) Nunca más Rafael y yo, en la blanca Edina, nos cubriríamos con capas y más capas de ropa para salir a la noche, solo para sentir el sablazo de 20 grados bajo cero que perforaba los gamulanes, atravesándolos como si fueran inmateriales.

No aparecen, en textos como estos, alusiones a departamentos o bienes, sí a la herencia recibida en términos de esas costumbres, ideas y saberes que constituyen a una persona, con los que -y contra los que- se construye.

Del mismo modo, aparece una idea de compañerismo con sus parejas, que también van en el camino de la búsqueda de una forma compleja de mirar el mundo.

Los amigos de Beatriz Sarlo, que abogan porque el heredero sea Sato, se preocupan sobre todo por quién manejará su obra, algo que Meza no reclama. Si el marido legal queda excluido, el manejo de los escritos de Beatriz Sarlo quedaría a cargo de la Ciudad de Buenos Aires, que debería nombrar un albacea para que se puedan seguir publicando sus escritos, para que unos bienes no tapen ese legado cultural que tanto la preocupaba.

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